domingo, 3 de agosto de 2014

Sobre lo dicho y lo no dicho


Somos escultores, y vamos tallando nuestra vida con hechos. Pero también con palabras. Una parte muy importante de lo que da forma al destino que nos vamos tejiendo es lo que decimos... y muy especialmente lo que mantenemos en silencio.

Los antiguos romanos creían que la felicidad dependía de algunas palabras que los dioses pronunciaban en el momento del nacimiento de una criatura, de tal manera que el destino quedaba trazado a partir de la dicta (‘la cosa dicha’). Nada más y nada menos que de allí viene la palabra “dicha” como sinónimo de “felicidad”. Si extendemos aquella visión, nuestra “dicha” también está determinada por la palabra pronunciada ya no por los dioses, sino por nosotros mismos. Y en tiempo justo... antes de que fermente en el silencio.

Porque hay silencios piadosos, silencios que economizan lo innecesario, silencios plenos de comunicación... Hasta hay silencios que son sagrados. Pero necesitamos discernirlos de aquel silencio instalado como una válvula que impide refluir frescamente la sangre hacia nuestro corazón. Y entonces, las palabras allí estancadas (las no-dichas) empiezan a volverse corrosivas. Nos atoran. Nos constriñen. Producen vahos de angustia, de irritación, de impensada dureza, de desconcertantes miedos, de penas corporales... Cuando es así, y finalmente las decimos, el efecto es como de quien en un fin de semana decide limpiar las alacenas y los placares, el altillo y el galpón: el espacio libre deja claridad y orden; nos brindamos a nosotros mismos una Belleza que estaba, -pero tapada-... y hacemos lugar para lo nuevo que no tenía cómo acceder a nosotros (nuevos sentimientos, nuevos puntos de vista, nuevas actitudes, y hasta nueva gente que no se nos acercaba porque estábamos siendo una vieja versión de nosotros mismos... una versión no-actualizada, con tanta palabra rancia no-dicha).

Ciertamente, como somos solamente humanitos (y ratifico el diminutivo, tan necesario a nuestra especie), muchas veces no sabemos si es mejor hablar o callar. Pero, seamos sinceros: muchas otras sí lo sabemos, pero elegimos callar por todos los temores que nos despierta atravesar la puerta de las palabras. Y un miedo fundamental es a que el otro cambie la imagen que creemos que tiene sobre nosotros mismos (con las posibles consecuencias del caso). Sabemos que ese silencio es un candado que nos deja presos... Sabemos que se va teniendo mal regusto a medida que los días pasan (o los meses, o los años...). Pero callamos. A veces son palabras sencillas: “gracias”, “te valoro tanto...”, “te pido disculpas por lo que hice”, “te extrañé”, “me dañó lo que hiciste en aquél momento”... O bien son cosas que necesitábamos inquirir, pero que no nos animamos a hacerlo. Así, signos de admiración y de pregunta quedan enredados como hilos no usados en un viejo costurero...

Otras veces lo no-dicho se trata de una sola palabra que puede uno tardar años en poder a decir. Corta. Tremenda. Eficaz si se es fiel a ella. La palabra “basta”. Para eso con frecuencia tiene que estar el recipiente lleno de aquello que ya no queremos, pues “bastar” significa eso: “ser suficiente, no hacer falta más”. “No quiero más de esto en mi vida” es el preludio para todos los otros “Sí, quiero”.


Decir la palabra no-dicha, -la necesaria, la que abre puertas y ventanas para ventilar todo lo rancio- es como nacerse. Y entonces sí, amanece un silencio perfumado que huele a crío, a inaugural. (Nos estamos inaugurando a nosotros mismos.) El poeta Hugo Mujica alguna vez lo dijo así:


Hay días en que nombrar no basta

descalzo, salí a sentir la tierra
las hojas
la madrugada fría.

Bajo un árbol inclinado bajo el peso
de tantos vientos

(hueco y reseco
de retorcerse en sus ramas)
me supe vivo:

temblé la escarcha, el misterio, el vacío
y no pude sino caer, abrazar
el tronco
y llorar tanta belleza mezclando mi sal
 con la tierra desnuda.

Al caer la tarde
la postrera, callaremos las palabras
con las que enhebramos
los pedazos de la vida.

Cuando llegue la noche
y se nos devuelva el silencio
oiremos al fin el latido.

© Virginia Gawel

(Publicado por la revista Sophia OnLine en octubre de 2012.)

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