domingo, 3 de agosto de 2014

Después del dolor, el sabor de saber


Hay un tipo de dolor que tiene un sabor singular. Quien ha cruzado ese umbral conoce su aroma y su textura: podría enunciarse con frases como “No podré superarlo”, “Es una situación sin salida”, “Es demasiado para mí”. En esos momentos uno siente que el aliento de Vida no le alcanza para lo que tiene que afrontar. Y puede que lo que esté por delante sea algo sólo subjetivamente penoso (el adolescente que rompió con su amor de tres meses) u objetivamente lacerante. Pero el dolor es de uno. Como el nacimiento y la muerte: procesos de una intimidad radical. Y es justamente a esas dos instancias que los dolores extremos se asemejan. Tan es así que el notable Carl Jung consideró el proceso de ese tipo de dolor bajo la luz de los símbolos que los antiguos alquimistas expresaron en sus grabados, representándolo con un esqueleto o un hombre muriendo dentro de un recipiente de cristal, y en la boca del recipiente una paloma, el sol... símbolos del renacimiento luego de un proceso de transformación. Pero... ¿cómo es esa muerte emocional (en la cual lo que muere no es uno mismo, sino algo de sí que necesitamos aprender a soltar)? Y... ¿renacimiento de qué? Veamos...

Ese dolor profundo implica no sólo la extinción de lo viejo, sino que algo nuevo se está gestando mientras lo antiguo muere; es como si uno fuera un planeta cuyo eje se hubiese inclinado y los continentes comenzaran a desplazarse, reubicándose mares y montañas, fauna y flora, desdibujándose paisajes para volverse a crear otros nuevos. En el medio hay un factor: tiempo. Si fuésemos ese planeta... cuánto crujiríamos hasta llegar a la nueva estructura! Y sí, crujimos. Lo que éramos necesitará re-ciclarse (iniciar un ciclo nuevo) y el primer paso se da en medio de estos dolores. 

Alguna vez una mujer me dijo que sentía el inicio de ese proceso como si fueran cólicos emocionales: la inundaban, le hacían un torniquete interno hasta parecer que ya no lo soportaría... y luego la dejaban en paz... hasta la próxima vez... para volverse cada vez más espaciados, cada vez menos intensos... y desaparecer. Lo importante es, mientras sucede, recordar que eso no es para siempre: que es parte de un proceso (en el que será necesario evaluar si precisamos ayuda para transitarlo, asimilarlo). Y que en algún momento de cruzar ese umbral, que es más bien un túnel, nos vamos asomando hacia el otro lado, empezándose a percibir lo luminoso del nuevo tiempo. Ese túnel es, más precisamente, un canal de parto. Y la tarea allí será autoparirnos (otro antiguo símbolo...). Deberemos ser la parturienta, la comadrona y el bebé... Pujar, gentilmente, pujar...

Este proceso de renacimiento tiene por cualidad cierto asombro: como si fuésemos un Ave Fénix que constata la tersura de sus plumas al resurgir de sus cenizas, antes de volver a volar. Se vivencia la propia identidad como más sólida; la cicatriz emocional nos muestra algo que recordaremos posiblemente como un mérito (no sin causa!): que, creyendo que no podríamos, pudimos. Esa constatación se vuelve, a partir de entonces, parte inalienable de nuestro patrimonio interno. Hemos muerto y renacido: somos sobrevivientes. Y en ese renacimiento el dolor se convierte en una cuota de... sabiduría (por qué no decirlo?). “Saber” viene de “haber saboreado”. Sí: hemos saboreado la hiel de la impotencia, de la negrura que “no acabaría nunca”... el agridulce del sentir que algo nuevo empezaba, y este otro sabor... el sabor de saber. Sabemos, un poco más, quienes somos. Y podemos dar eso que somos a quien lo necesite. Un nuevo ciclo comienza: criarse a sí mismo (ese recién nacido) con gentileza y claridad de visión. 

El inicio de eso nuevo que se abre paso entre las hendijas de lo sufriente lo veo ilustrado en un contundente poema de Octavio Paz. Alguna vez lo recibí en el momento justo. Quizás también sea tu momento...


DESPUÉS

Luego de haber cortado todos
los brazos que se tendían hacia mí;
luego de haber tapiado
todas las ventanas y puertas;
luego de haber inundado
con agua envenenada los fosos;
luego de haber edificado mi casa en la roca
de un No inaccesible a los halagos y al miedo;
luego de haberme cortado la lengua
y luego de haberla devorado;
luego de haber arrojado puñados de silencio
y monosílabos de desprecio a mis amores;
luego de haber olvidado mi nombre
y el nombre de mi lugar natal
y el nombre de mi estirpe;
luego de haberme juzgado
y haberme sentenciado
a perpetua espera y a soledad perpetua,
oí, contra las piedras de mi calabozo de silogismos,
la embestida húmeda, tierna, insistente,
de la primavera.


© Virginia Gawel


(Publicado por la revista Sophia OnLine en mayo de 2012.)

No hay comentarios:

Publicar un comentario