Te pido que me acompañes a imaginar dos círculos concéntricos (uno más pequeño dentro de otro que lo rodea); el del medio representaría aquello que éramos aún desde antes de nacer: nuestra Esencia, la porción del Todo que nos anima, que vive la vida humana a través nuestro. La periferia representaría nuestra personalidad: un conjunto de condicionamientos que va rodeando a esa Naturaleza Primigenia, formateándola mediante mecanismos de adaptación para poder, simplemente, sobrevivir. Así, para lograr ganarnos un lugar en el mundo, desde muy pequeños vamos negociando lo que somos a cambio de lo que sentimos que hace falta que seamos. Sentimos, por ejemplo, -según nuestras circunstancias externas-, que hace falta que seamos complacientes y agradables... o bien que seamos “duros” e intimidantes... o bien niños transparentes que ni se nota que están, de tan poquito que piden... o bien... todas las variantes que puedas imaginarte.
Y estos mecanismos de adaptación van generando poco a poco un olvido de sí: nuestra Esencia va siendo soterrada, y terminamos creyendo ser ese conjunto de condicionamientos llamado “personalidad” (palabra que no por nada etimológicamente significa “máscara”). En el lenguaje de la mayoría de las tradiciones espirituales se describe esta situación diciendo que la esencia se nos duerme, y que necesitamos despertar de ese sueño vigil. Y hay al menos dos maneras: de afuera hacia adentro (cuando la vida nos da un sacudón tan fuerte que los condicionamientos se parten y emerge lo que estaba debajo, como si quedáramos desnudos), o de adentro hacia fuera (cuando nuestra identidad puja por salir y, de un modo o de otro, nos procuramos distintos caminos para abrirle espacio). Y, sí, a veces suceden ambas modalidades a la vez!
Pero, más allá de ello, en la mitad de la vida existe una fuerte tendencia a que la personalidad constituida adaptativamente se raje, cual si fuera una cáscara de barro cocido (como cuando se ponen papas a las brasas envueltas en barro fresco para que, a medida que éste se seque, oficie de horno): lo que vinimos siendo quizás funcionó, en mayor o en menor medida, pero si estamos sintonizados con nuestra propia interioridad, aquello que fue largamente encapsulado, adormecido, quiere despertar, puja por salir. Allí tenemos dos opciones: hay quien elige escaparse tanto como pueda, pues dormir es tentador; entonces “emparcha” las rajaduras como pueda, y va simplemente sumando días como quien acumula puntos en la tarjeta del supermercado... Pero hay quien no: quien aprovecha su percepción de que algo viejo está muriendo... para dar consciente espacio a lo nuevo. No sólo acepta las rajaduras de su cáscara, sino que con uñas y dientes se esfuerza por sacarse de encima todo el barro seco, y dejar salir a la luz aquello largamente olvidado: su identidad esencial.
Aunque se trata del cruce de un umbral (desde una identidad restringida por lo condicionado hacia una libertad centrada en el Sí Mismo), no es un acto: es un proceso. Un proceso profundo y sentido que requiere mano de obra consciente, cada día. En el medio puede que nos sintamos perdidos, desorientados: ya no somos el que éramos, y todavía no somos quien seremos, como aquél que se desviste pero aún no se ha puesto el nuevo ropaje. Este momento es, justamente, el que el Dante eligió para iniciar su obra, “La Divina Comedia”, y en sus primeros versos lo describió ni más ni menos que así: “En medio del camino de la vida / yo me encontraba en una senda oscura / en que la recta vía había perdido”. Sí: también a él le sucedió. Y es que uno necesita perderse, para llegar a encontrarse.
Hacia el 1200 el magnífico poeta persa Rumi lo dijo así:
La brisa de la mañana guarda secretos para ti.
No te vayas a dormir.
Debes pedir lo que realmente quieres.
No te vayas a dormir.
La gente va y viene a través del umbral
donde los dos mundos se tocan.
No te vayas a dormir.
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