domingo, 3 de agosto de 2014

Las lecciones del autoengaño



Resultar engañado, por cualquier razón que sea, puede generar efectos muy dolorosos: desde la breve sensación de estocada por la espalda, a la de una incineración sin medida (como la de una flor a la que se le echara cal viva…). El engaño es un asunto a reparar (no siempre con la ayuda del perpetrador de la estafa!). En los mitos del Viaje del Héroe el ser engañado suele ser parte de las pruebas que el protagonista de la historia tiene que atravesar para llegar a ser sabio (tan común a millones de humanos es este tema del no darse cuenta de la trampa). Y hay una condición paradójica a asumir: salir del engaño siendo más sagaz, más fuerte… pero sin perder la pureza de corazón, la inocencia. No quedarse varado en la amargura, en el resentimiento o el autorreproche, sino volver a confiar en la vida, una y otra vez, contando progresivamente con un criterio de realidad más afinado, más sólido, más sobrio. Inocentes y sabios: qué conjunción! A eso se le llama en la Psicología Transpersonal “la Segunda Inocencia”. 

Ya sea que se trate de un engaño de amor o de los múltiples embustes a los que el camino expone, el héroe o la heroína de la historia sólo son realmente derrotados cuando se dejan emponzoñar internamente. Y eso no implica sólo el extremo de buscar venganza (que de por sí redundará en que se retrase en su camino), sino una condición de la cual necesitamos cuidarnos: la de ovillarnos en nuestra caparazón y mirar a la vida con perpetua desconfianza, amargura, cinismo o miedo. Es decir, retirarnos del Gran Juego y ya no seguir participando. ¿Qué aprendizaje sería ése? “Pero me han engañado ya tantas veces!”, alguien podría decirme. Y podría yo contestar con total veracidad: “A mí también! Entonces… volvámonos más sagaces para elegir cada vez mejor… sin aspiración a que nos salga perfecto!”

Retraerse después de un engaño es una reacción de autoprotección natural. Como un animal que necesita lamerse las heridas, nos es preciso darnos tiempo para posicionarnos en un lugar donde  avizorar mejor las nuevas circunstancias a las que nos expongamos. Pero si esa retracción dura en demasía necesitaremos pedir ayuda para fortalecernos y confiar en que nuestro criterio de realidad, lejos de estar averiado, ahora se hallará en mejores condiciones que antes para salir al mundo. ¿Que reaccionamos con espamos de desconfianza y temor irracionales? En principio, es parte del proceso! Si así sucede, veámoslos, transformémoslos en la virtud de la prudencia, y, sobre todo, observemos eso que nos pasa, como para no perjudicar cualquier vínculo del presente proyectando en él las heridas del pasado. Sólo así lograremos profundidad relacional, con paulatino conocimiento recíproco...

Y ser inocente no es ser tonto: “inocencia” significa etimológicamente “que no intoxica”, que no daña con su naturaleza. Por eso podemos aprender a ser sagaces, sin volvernos dañinos. Hablando de mitos y cuentos me viene a la mente la historia de Blancanieves: la Reina mala la engaña reiteradamente… y Blancanieves no aprende! Hasta que una manzana envenenada parece ya acabar con su vida. Pero cuando ya se la da por muerta, el bello príncipe llega en su bravo corcel… y con un beso la salva. Digo yo: dejemos de esperar mágicos príncipes o princesas y salvémonos nosotros mismos! Pues nadie salva a nadie de aprender lo que le toca. Y ése es otro peligro: esperar que alguna vez llegue alguien a rescatarnos de nuestra desconfianza, con una garantía de “buena persona” firmada ante escribano. Las personas que conocí y que han ganado mi admiración por su calidad humana han sido engañadas, como todos; pero capitalizaron la experiencia como para aprender ese gesto de amor a sí mismo sin el cual no podemos irnos de esta vida: el autocuidado. 

Engañadores y engañados han existido siempre. Y muy antiguo también es este cuento que Idries Shah rescata, mostrándonos cómo la desconfianza perpetua no es buena consejera. Lo elijo también porque, luego del dolor del des-engaño (vaya palabra!) podemos vernos en antiguas actitudes y rectificarlas… con nuevo humor.

El médico de la aldea fue llamado a la tienda de Mulá Nasrudin, donde éste yacía inconsciente. El doctor Abraham lo estuvo curando durante un buen rato y finalmente lo revivió. “¿Cómo te bebiste eso?”, le preguntó a Mulá. “¿Acaso no leíste la etiqueta de la botella? Advierte de que es un veneno."

Nasrudin le contestó: “Sí, doctor. Pero no me lo creí.”

El doctor Abraham le preguntó: “¿Y por qué no?”

“Porque siempre que creo algo, resulto engañado “, respondió Nasrudin.

© Virginia Gawel

(Publicado en la revista Sophia OnLine en junio de 2012.)

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