Va caminando por la calle empedrada, con su pequeña mochila
en la espalda. Está al borde de la escalera de adoquines que baja hacia el mar.
De pronto, hace algo inesperado: como si la fuerza de gravedad quedara
suspendida, salta como una langosta, apoya sus pies contra un paredón de la
calle y se propulsa hacia el aire, dando una cabriola grácil que le deja
trepado al borde del balcón del mirador; en un instante más, gira haciendo un
trompo y aterriza, como si nada, en el escalón de piedra de donde había
partido. Parece hecho de aire. Pero es de carne y hueso. Se llama Edgard y
tiene 20 años. Modesto y sensible, no se envanece de su habilidad. Vive en
Valparaíso, Chile. A veces trabaja como Hombre Araña animando fiestas
infantiles. Y es mi guía por esa ciudad. Estudia Psicología en la Universidad
Viña del Mar, donde ese día yo daré un taller para jóvenes de su edad. Con
Carito, de cabello rojo, me llevan a conocer los recovecos de ese lugar
increíble que es “Valpo”, construida en las colinas de los Andes, con
funiculares de más de 100 años, escaleras y calles inclinadas, colorida y fuera
del tiempo.
Edgard practica parkour: una disciplina de origen francés,
que consiste en desplazarse por cualquier entorno usando las habilidades del
propio cuerpo y procurando ser lo más eficiente posible en cada movimiento para
que sea seguro. Esto significa superar los obstáculos que se presenten en el
recorrido: vallas o barandas, muros, escaleras… Y aquí viene algo fundamental:
la filosofía del parkour también implica que el practicante sostenga esa misma
actitud ante las dificultades de la vida diaria para aprender y crecer como
persona, viendo la dificultad como una oportunidad y no como un problema.
“Me hace mucho bien para centrarme. Si salto contra esta
pared, por ejemplo, y no estoy plenamente presente al hacerlo, o quiero
resultar interesante para que me admiren, corro el riesgo de lastimarme. Me
enseña a vivir totalmente en el ahora, pues si me quedo pensando en la columna
que dejé o en el balcón sobre el cual me voy a trepar, pierdo pie respecto de
donde estoy parado en este instante”.
Yo aprendo. Absorbo los colores de Valparaíso que me envuelven
como en un velo onírico. Escaleras públicas que suben y bajan. Callecitas que
se entrecruzan invitando a perderse gentilmente. Todo es luminoso. Sin embargo,
hace sólo siete meses aconteció el mayor incendio de la región, quemándose allí
mismo casi 3.000 viviendas. Yo aprendo: la vida se empeña en seguir viva. El
color vuelve a emerger. Las ciudades, los pueblos, son como las personas: hacen
de sus cicatrices la posibilidad de lo Nuevo. Para ello, estos mismos
estudiantes ayudaron a remover escombros, rescatar lo posible, reconstruir.
“Como aún no estamos graduados de Psicólogos, sólo podíamos ofrecer mano de
obra para esas tareas. Sin embargo, ante cada remoción de escombros, los
pobladores se apoyaban en que les pudiéramos escuchar su dolor, su pérdida, su
desesperación… y eso nos hizo sentir útiles de otra manera también”, dice
Edgard con su pequeña mochila a cuestas. Carito calla mansamente, envuelta en
su largo pelo rojo. Yo aprendo.
El sol busca el horizonte del Pacífico para bañarse; el
cielo tiene el mismo color del cabello de Carito. Ella es parte del paisaje:
silenciosa y perceptiva, también aprende. “Antes, yo pensaba que lo que Edgard
hacía era sólo saltar; luego aprendí a escucharlo: desde dónde lo hacía, por
qué, para qué, la filosofía que había detrás”. Quizás sea así con cada persona
que vemos: observamos su accionar, pero desconocemos qué la mueve a hacer lo
que hace. Tal vez hasta pensemos que está actuando egocéntricamente, pero su
realidad sea una tenaz búsqueda del espíritu… Yo aprendo.
Edgard me cuenta su historia de vida y me habla de los
dolores personales superados, de sus anhelos. “Cuando una persona practica
parkour, su desafío es, simplemente, su próximo salto. Aprendí que cada desafío
es igual de importante: no es menor el de quien tiene que saltar un metro,
respecto de quien salta desde una terraza, pues no se trata de metros, se trata
de superar el miedo y las limitaciones mentales. Y tiene tanto mérito animarse
a un metro como a diez, pues el mérito está en animarse”. Yo aprendo.
El día termina. Los graffittis de Valparaíso tienen vida
propia: nos hablan de la resurrección de los colores después de cada negrura.
Ningún incendio puede con la persistencia del espíritu.
Y en todas partes hay buenos maestros, de cualquier edad, que
irradian su enseñanza, a veces sin advertirlo. Si estamos atentos, aprendemos.
Al menos, eso quiero para mí. Ahora y siempre.
Virginia Gawel, para Sophia OnLine, noviembre de 2014
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