Hace años que se conocen: horas y horas de estar juntos y solos, entre cuatro paredes, tan cerca uno del otro... y sin embargo, se tratan de Usted. Si uno de ellos llora, el otro se mantiene serio, inmutable: ningún gesto de afectuosidad, de compasión... nada. Y si al que llora le brota la pregunta: “¿Ha Ud. vivido algo parecido?”, la respuesta será un pañuelo de papel y, a su vez, otra pregunta, que conserve las distancias: “¿Y a Ud. qué le parece?”. Antes de irse, el inmutable dirá algunas palabras, -no demasiadas-, a veces algo abstractas. Luego, bajarán en el ascensor, tiesos y en silencio, como dos extraños. Al llegar a planta baja se despedirán dándose la mano, formal e higiénicamente. Así, una y otra vez...
Ésta es la descripción aproximada de un vínculo terapéutico desplegado por quien sigue ortodoxamente la vieja Psicología. Me resulta extraño pensar que todavía haya terapeutas que trabajen así, y que muchas Universidades aún formen a sus alumnos desde ese paradigma. Sin embargo, también cada vez son más los terapeutas que se dan cuenta de que si no cultivan una relación afectuosa con su paciente, no podrán ayudarle. De modo que cabrán dos posibilidades: derivarlo a otro profesional... o dedicarse a otra cosa!
Desde los años ’60, la Psicología Humanista, y luego la Transpersonal, como otros enfoques afines, señalaron que en el encuentro psicoasistencial el terapeuta debe estar dispuesto a ser también transformado por su paciente: generar entre ambos una intimidad respetuosa que permita un recíproco crecimiento. El terapeuta está llamado a interactuar de modo cercano, auténtico... humano! Así, si cuadra, quizás llore con su paciente, o tal vez le dé un abrazo al despedirse, o al celebrar un logro, o bien le comparta algo personal que pueda serle al otro de enorme auxilio, (como diciéndole “Yo ya pasé por allí... Se puede!...”). Desde esta visión, el terapeuta sabe que el paciente también sabe, y confía en ese saber: le ayuda a parir los recursos de su propio Inconsciente. Oficia de pedagogo (ayudándole al paciente en su educación emocional y vincular), pero también de mistagogo: aquél que acompaña a otro, junto consigo mismo, hacia el misterio.
El misterio de quien se es, del amor, del dolor, de la vida y de la muerte, de lo Sagrado...
¿Es peligroso que se dé esa afectuosidad en un vínculo terapéutico? Es más peligroso que no la haya! Sobre todo si, bajo ese “encuadre científico”, lo que sucede es que el terapeuta le teme al paciente: a la intimidad, a dejarse conmover por el otro, a ser visto. Creo que muchos diagnósticos sólo son mecanismos de defensa del terapeuta para, al rotular al otro, mantenerlo a distancia, con lo cual el paciente... “se enfermará de diagnóstico”! Sin embargo, desde un estilo emocionalmente comprometido, el terapeuta deberá entrenarse para aprender la justa medida, asistiendo sin agotarse en el dar: como si en cada sesión dializara psicológicamente a su paciente (tal como lo necesitan quienes no tienen plenas funciones renales), ayudándole a drenar toxinas afectivas; pero nunca, en cambio, deberá ser como si le transfundiera su propia sangre, pues poco a poco quedaría gastado, anulado... “quemado” (burn out). En el equilibrio estará la sabiduría... mas no en una gélida distancia!
Un buen terapeuta no es como una silla donde sentarse semanalmente a pensar: es como un andador, útil para que el otro se pare sobre sus propios pies, y camine por sí mismo. En ese andar, es posible que paciente y terapeuta se elijan mutuamente muchas veces a lo largo de la vida, si vuelve a hacer falta revisión, reparación, contención... En ese caso, el reencuentro seguramente será con un abrazo. Y si el paciente, luego de contar lo que le está sucediendo, le preguntara a su terapeuta “¿Alguna vez te pasó algo parecido?”, él tendrá el permiso interno de responderle afectuosamente: “Claro, hace ya tiempo! Veámoslo juntos...”. Y seguirán nutriéndose recíprocamente, durante otro trecho del largo Camino...§
© Virginia
Gawel
www.centrotranspersonal.com.ar
Publicado por la revista "Uno Mismo" en septiembre de 2009.
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