Tal vez que era un monje benedictino o franciscano (pero podría haber sido zen, tibetano, o taoísta...). Yo era adolescente, y aunque mi colegio era laico y mixto estábamos participando de un retiro para chicas (un grupo humano con muchos conflictos de comunicación: chismes, críticas abiertas o solapadas, actitudes discriminatorias...). Desde mi introversión padecía muchísimo ese entorno. Un entorno que el monje supo captar al vuelo. En la reunión inaugural, nos invitó a sentarnos en fila en un amplio salón. Allí, haciendo absoluto silencio, nos miró a todas con una sonrisa apenas dibujada, deteniéndose en los ojos de cada una... Más silencio. Entonces tomó una hoja perfectamente blanca y una lapicera a cartucho, que desenroscó muy despacio. Apoyó la hoja sobre el escritorio y apretó el extremo del cartucho suavemente, hasta que una gota de tinta azul manó por la pluma, estampándose en el papel. Una vez seca, tomó la hoja, y, pasando por entre los bancos, nos preguntó a cada una: “¿Qué ves?”. La primera contestación fue: “¡UNA MANCHA!”. Como él asintió con su cabeza, esa respuesta se multiplicó hasta hacerse unívoca. Al terminar de preguntarnos a todas, dijo algo inesperado: “Suponía que responderían eso. Se equivocan: lo que ven NO ES UNA MANCHA. Es UNA HOJA MANCHADA.”
Sus palabras se imprimieron en mí de un modo indeleble. Porque también yo me posicionaba ante los demás poniendo el acento en su mancha... pero lo hacía para mis adentros! (Lo cual es casi lo mismo...) Ver sólo la mancha es ignorar el contexto: negar la completud del otro, lo que el otro es integralmente. Esa mirada nos hace perder de vista lo mejor de los demás (y, con ello, lo mejor de nosotros mismos!).
Como persona, pero también como terapeuta, tuve que aprender a expandir mi visión para procurar ver la hoja antes que sus eventuales manchas. Pues así como existe el etiquetamiento del otro en forma primitiva y cotidiana (tal como sucede en el chisme o en la actitud discriminatoria), hay algo más sofisticado, pero igual de nocivo, que se decora con conocimientos intelectuales: basta con saber algo de Psicología, Astrología, Tipologías o similares etcéteras, para poner la lupa en la mancha y dar un “diagnóstico autorizado”. Esto puede suceder, inclusive, en la consulta terapéutica: cuando el Psicólogo o el Psiquiatra sólo rotula “rasgos neuróticos”, “resistencias”, “mecanismos patológicos”, “actos fallidos” (o, en otros contextos, aseveraciones que responden a “percepciones intuitivas” de quien oficia como terapeuta... tanto o más peligrosas!).
Y, justamente, en “la hoja” que se ha perdido de vista están los recursos para que la supuesta mancha pueda ser disuelta, o bien incorporada como un rasgo funcional en la identidad de esa persona. La Psicología ha tendido a funcionar rotulativamente durante décadas, y así es como aún se entrena a la mayoría de los terapeutas en las universidades (con honrosas excepciones). La resultante está graficada en lo que me dijo una vez una paciente: “Mi analista, si yo llegaba a la sesión puntualmente me decía que era un rasgo obsesivo; si llegaba tarde, que saboteaba mi tratamiento; y si llegaba temprano, que tenía dificultades para manejar mi ansiedad”. Ay!
Es posible que cuando uno se mira a sí mismo también esté “mirando la mancha y no la hoja”; la consecuencia es tener una actitud “sospechosa” hacia todo lo que sucede dentro nuestro, como si un inspector de impuestos verificara la contabilidad interna, buscando dónde está el fraude (el síntoma, el error, lo no crecido...). Juzgarse o juzgar impide comprenderse y comprender. Nos vuelve estrechos, y afectivamente desnutridos, pues circulamos por la vida como con un detector de yerros y defectos instalado en las pupilas; así, la vida que uno vea será, inevitablemente, una tortuosa exposición de manchas, desarrollándose una ceguera especializada en hermosuras (las del otro, y las propias). La Madre Teresa de Calcuta lo dice de modo tan contundente!...: “Si juzgas a la gente no tienes tiempo de amarla”. §
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