Los humanos somos una especie gregaria (¡aun aquellos introvertidos y solitarios!): necesitamos pertenecer, relacionarnos, dar, recibir... Este impulso tiene una honda raíz, ligada al instinto de supervivencia: estar en relación con otros no sólo implica mayores posibilidades de obtener lo que un individuo necesita para seguir vivo (afecto, alimento, cuidado si se enferma o si envejece...) sino que es a través de cada individuo que el instinto busca la perduración de la especie. De modo que, desde nuestro inconsciente más arcaico (o, si se quiere, desde la zona del cerebro que compartimos con otros animales), la posibilidad de ser excluido o rechazado activa alarmas que van más allá de la razón, como si ese hecho equivaliera a la muerte.
A medida que alguien se va individualizando, va logrando una creciente libertad respecto de este imperativo inconsciente: vivenciará la legítima necesidad de pertenencia, pero no por ello negociará aspectos vitales de su identidad para garantizársela. Sabrá que un individuo se deforma y se seca cuando su vida gira en torno de complacer a los demás. Igual sucede cuando en una pareja hay personas ajenas a la relación condicionando el vínculo: opiniones cruzadas, expectativas unívocas o contradictorias de parientes y amigos, observadores que aprueban o censuran... Hay parejas que mueren por superpoblación: ¡demasiada gente participando en algo que debía ser sólo de dos! Tanto en este caso como en el desarrollo de un individuo es necesario replantearse fronteras para dejar en claro qué aspectos de nuestra vida no son opinables.
Hasta tanto esto acontece vestimos distintos ropajes psicológicos para ser aceptados, temidos, respetados, admirados, reconocidos... Sin darnos cuenta, quedamos presos de tres mecanismos que nos mantienen dependientes de los demás: a) responder a las expectativas del entorno; b) oponernos a ellas (¡lo cual es más de lo mismo!); c) vivir pendientes de producir determinado efecto en los demás.
Vayamos al último punto: así como los políticos y los artistas mediáticos tienen asesores de imagen, en nuestra psique hay un mecanismo que nos hace invertir una gran cantidad de energía en procurar ser vistos de determinada manera y no de otra: necesitamos irradiar ciertos rasgos, que procuramos reafirmar con cada gesto, con el mensaje que elegimos para nuestro contestador telefónico, el tipo de ropa que usamos o el lenguaje que utilizamos al hablar o escribir... Ser visto como una persona sexy/sensible/transgresora/humilde/correcta/poderosa/servicial... o inclusive crear la imagen de que a uno no le interesa crear una imagen.
Pero, como le sucede al protagonista de la película “The Truman Show”, en algún momento es posible que emerja desde nuestra esencia una fuerza desconocida y a la vez familiar que nos invite a ejercer un liberador acto de renuncia. Sí: renunciar a querer controlar la opinión de los demás, a gastar energía en forzar nuestra real identidad para que nos vean como quisiéramos ser vistos, excluyendo para ello otros aspectos internos que también son parte nuestra. Querer sostener una determinada imagen implica esconder lo que no condice con ella. Ése es el interjuego que Jung denominó Persona (la imagen que queremos dar) y Sombra (lo que escondemos, reprimiéndolo). Cercenar una parte propia para responder a “nuestro público” equivale a cometer un suicidio parcial. Curiosamente, esto sucede con frecuencia también en el ámbito de lo que da en llamarse (a veces erróneamente) “lo espiritual”: en esta área suelen vestirse los ropajes que más autoengaños implican. Por eso aquel antiguo maestro Zen lo describió como un mecanismo en el que el Ego, al querer mostrarse sublime, “estando vestido se disfraza de desnudo”. ¿Cómo verlo? Entrenándonos en el arte de la observación. Y poniendo toda la pasión posible en descubrir nuestra propia verdad.
Cercenar una parte propia para responder a “nuestro público” equivale a cometer un suicidio parcial.
Publicado en la revista "Uno Mismo", año 2008.
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