La palabra “renegar” me resulta particularmente interesante desde que me detuve a pensar en su conformación: “volver a negar”. Y, sí, una de sus acepciones es “negar una cosa con mucho énfasis”. Pero la otra es experimentar sufrimiento o fastidio por lo que es: “Reniego mucho con mi trabajo”; “Tener que esperar tanto me hace renegar”. Es decir que se invierte una enorme cantidad de energía vital en decir, como un niño que le corre la boca a la cuchara sopera: “No quiero, no quiero y no quiero!!!”.
Lo cierto es que la vida nos impone un desafío cotidiano: darnos cuenta de cuándo estamos “re-negando” por no aceptar lo que es. “Aceptar” no significa resignarse, ser pusilánime, bajar los brazos… Implica, en cambio, ver lo que sí es, tal como es, y alinear la acción (o inacción) en base a ese ver.
Esto implica muchas cosas. Una de ellas es el estar distorsionando lo que percibimos porque no toleramos que sea distinto de los que quisiéramos: a veces negamos (y re-negamos) la inconveniencia de una situación, las características de una persona de quien nos hemos enamorado, o aun rasgos propios, porque no nos disponemos a aceptar que las cosas sean como son, ya que si lo aceptáramos necesitaríamos ubicarnos desde otra perspectiva para considerar esa realidad. El hecho es que eso que negamos, es, y, puesto que es, termina aconteciendo cual si tiráramos la ropa hecha un bollo dentro del placar y cerráramos la puerta para no verla: un día abriremos la puerta y se nos vendrá todo encima (así las consecuencias de un rasgo nuestro que no queremos reconocer, una pareja que no era como pretendíamos que fuese, o una situación que deformamos para amoldarla a nuestras expectativas)…
Otra implicancia de no aceptar lo que la realidad presenta es el forcejear con la vida para que lo que es sea como no es; entonces nos debatimos en una estéril lucha contra hechos que no está en nuestras manos modificar (aunque hayamos ya discernido que no está a nuestro alcance cambiarlos). Recuerdo una mujer que esperaba tras de mí en la cola del banco leyendo ávidamente una novela de Cortázar, mientras la larguísima fila humana avanzaba muy lentamente. En un momento me miró y le sonreí, diciéndole: “Qué bien que aprovecha Ud. el tiempo!”“Sí!”-me respondió, también sonriendo-; “antes renegaba contra el Banco, el empleado y la gente… hasta que me di cuenta de que nada de eso cambiaba la situación. Es más: que aprovechaba esta situación para expresar mi actitud de andar siempre refunfuñando por la vida. Así que vi que se trataba de mí. Y que eso sí lo podía cambiar. Entonces ahora si quejarme sirve, voy y protesto donde corresponda para solucionar lo solucionable; pero si no lo puedo solucionar, no estoy dispuesta a perderme a mí misma.”
Ese “Si no lo puedo solucionar, no estoy dispuesta a perderme a mí misma” me quedó resonando. Pero no sólo para con algo cotidiano como la fila de un banco, sino respecto de las condiciones que la vida nos presenta para lo más radical de nuestra existencia: lo que nos pasa, quiénes somos, lo que sentimos, nuestras circunstancias. Sólo aceptando la vida “bajo sus propias condiciones” (como decía el querido Joseph Campbell) dejamos de forcejear con ella, y, por ende, de desgastarnos en estériles luchas. Allí empieza a haber una serenidad profunda, comprenda uno o no por qué es que sucede lo que sucede. Es más: puede que desde esa serenidad, -recién entonces-, veamos alternativas diferentes que, en medio del forcejeo o del refunfuño, no habríamos podido advertir.
Cuando aceptamos dejamos de estar detenidos en campo estéril: el proceso continúa. Y sobre todo cuando aceptamos que las cosas fueron como fueron, y no según la expectativa que teníamos sobre cómo deberían haber sido. Esa aceptación del pasado (lo consumado, lo que ya fue) nos permite poner el corazón alineado con la vida (pues de allí viene la palabra “acordar”, que es una de los significados de “aceptar”). Dejamos de re-negar y quizás hasta nos quede espacio para la apreciación y el agradecimiento ante lo que, por estar re-negando, no percibíamos. Como lo dice este texto del español Mariano Corbí que hoy quiero convidarles:
Debes aceptar lo que ha ocurrido y lo que ocurre.
No hay escapatoria; no hay lugar para una esperanza alternativa: lo que es, es.
¿Puedes decir que no ha ocurrido?
No es posible.
Entonces no hay otra salida que aceptar.
Sea el que sea el acontecimiento que se presente,
debes acogerlo calmadamente y aceptarlo de buen corazón.
¿Existe otra cosa?
No.
Entonces acepta y reconoce lo que es.
Cuando un acontecimiento ha ocurrido, ningún otro es posible.
Donde hay “es” no puede haber “debería ser”.
Por tanto, di sólo “sí”, ningún “no”.
Sea lo que sea que ocurra: “sí, está bien”.
Ningún rechazo.
Lo que ha ocurrido, ha ocurrido.
Hay que dar un sí al mundo y a la vida,
a sí mismo y a los otros, al gozo y a la desgracia.
Es el único camino.
Aceptación es el único camino y es la base de la Vía.
Aceptación de lo interior y de lo exterior.
La aceptación sin ningún rechazo.
Sin negar, denegar, renegar, rehusar, desaprobar lo que es.
Lo que ha ocurrido, ha ocurrido; lo que ocurre, ocurre.
Sólo queda adoptar la actitud que convenga según la situación en la que te encuentres.
Sólo cabe decir “sí” sin desear otra cosa.
Sólo cabe reconocer lo que ha ocurrido y ocurre.
Si amo el criterio de lo que “debe ser”, ocupo mi amor en lo que no existe.
Debo amar “lo que es” y no mi criterio de lo que debería ser.
Cuando hay aceptación, hay calma y paz, y la atención puede volver a lo que es.
Lo que “debería ser” es sólo una representación en mi mente.
Para acceder “a lo que es”, que es aceptar “al que es”,
hay que silenciar todos los “debería ser”
y acoger con toda la mente y el corazón lo que de hecho es.
Ningún “no”.
Acepta, y si después de haber aceptado hay alguna cosa a hacer,
hazlo lo mejor que puedas, en la medida de tu comprensión y de tus fuerzas;
entonces, acepta de nuevo.
Habrás hecho todo lo que se podía hacer.
Ocurre, entonces, lo que tenía que ocurrir.
No hay más posibilidad.
La verdad.
(Publicado por la revista Sophia OnLine en septiembre de 2013.)
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